
El camión se detiene a las 6:34 de la tarde, justo sobre el bulevar 5 de Mayo, en la ciudad de Puebla. La luz natural todavía baña el asfalto. Es una ruta conocida: Mazame-Canoa. El operador abre la puerta y tres hombres suben sin pagar. Uno dice: “Ahorita te pago”, pero no hay intención de hacerlo.
El primero, de sudadera gris y mochila camuflada, avanza hasta la parte trasera del autobús y se queda de pie. El segundo, con bermuda negra y estampados blancos, se acomoda a la mitad de la unidad. El tercero, con sudadera azul, gorra negra y mochila verde, se sienta justo al lado del chofer.
Nadie grita. Nadie empuja. Pero algo en el ambiente cambia. Una pareja de mujeres, que viaja al frente, se levanta y pide bajar. Intuyen lo que viene.
El conductor retoma la marcha. Apenas unos segundos después, el hombre con gorra abre su mochila y saca una pistola. La escena se transforma. El cañón apunta directo a la cabeza del operador. Luego se dirige hacia los pasajeros.
“¡Ya se la saben!”, grita. Y el miedo se hace presente.
Los gritos llenan el pasillo. Algunos pasajeros intentan cubrirse el rostro. Otros entregan celulares, carteras, mochilas, todo lo que traen consigo. Nadie se resiste. Las pertenencias van directo a las mochilas de los asaltantes, que se mueven con rapidez, intimidando con palabras, con gestos, con el arma.
Todo sucede en menos de un minuto.
Cuando el atraco termina, ordenan al chofer detenerse. Bajan con calma por la banqueta y huyen corriendo. Nadie los sigue. El silencio en la unidad es pesado. Los pasajeros se miran entre sí, incrédulos, como si no supieran si todo fue real.
El miedo no terminó ahí. Apenas 24 horas después, en otro punto de la ciudad, la historia se repite.
Esta vez fue en un microbús de la Ruta 52, en la colonia Santa María. Subieron seis personas: tres mujeres primero, luego tres hombres. Se acomodaron entre los asientos, como cualquier otro grupo de pasajeros.
Pero bastaron unos metros de recorrido para que desenfundaran armas.
“¡Esto es un asalto!”, gritaron. El mismo guion: amenazas, gritos, violencia. Los usuarios del transporte fueron despojados de sus pertenencias mientras el microbús, con número económico 8, seguía su camino. Nadie intervino. Nadie pudo evitarlo.
Los delincuentes descendieron más adelante y desaparecieron.
En ambos casos, las víctimas acudieron ante las autoridades. Se entregaron videos grabados desde los propios camiones. Se levantaron denuncias formales. Pero hasta ahora, no hay detenidos.
No fue una coincidencia. Tampoco un caso aislado. Dos ataques consecutivos, con grupos distintos, pero con el mismo método: subir como cualquier usuario, tomar el control con armas, robar todo lo posible y desaparecer sin dejar rastro.