
Un nuevo episodio de crueldad en México ha dejado en claro que los criminales no esperan. Ni siquiera “Los Bonitos”, una célula delictiva que opera en Iztapalapa y que, a fuerza de extorsiones, golpes y amenazas, infunde miedo en la Ciudad de México. La prueba más reciente se difundió en un video: dos hombres sujetan a una mujer y le hunden la cabeza en una cubeta con agua mientras ella suplica que se detengan. Una tercera mujer graba la escena con un celular y mantiene en altavoz la llamada con el presunto líder, que ordena con frialdad: “métenla al agua”.
Lo que aparece en ese video es el lenguaje de esta banda: castigo a la vista de todos, grabación como prueba de poder y difusión para que la amenaza llegue más lejos que cualquier grito. La escena se entiende sin subtítulos. Si alguien se atrasa en los pagos, la sanción es inmediata y pública. La víctima es reducida por la fuerza, expuesta ante un teléfono que no solo registra la agresión, también la convierte en mensaje para el resto del barrio. Quien dude en pagar sabe lo que viene después.
Detrás de esa violencia hay una estructura que trabaja con la frialdad de una contabilidad. Las investigaciones han identificado a Erika “N” y Wendy “N” como las principales operadoras. No son nombres sueltos: son los rostros de una organización que giraba órdenes por teléfono, enviaba mensajes de amenaza y llevaba libretas donde se anotaban montos, fechas, faltas y recargos. El papel y la tinta como registro de sometimiento. A las víctimas les llegan textos y notas de voz en las que no hay ambigüedad: pagas o pagas. “Más te vale que me lleves mis pagos como son y te pongas al corriente porque me cae de madre que voy a ir con tu papá y te la voy a dejar caer peor”, dice uno de esos mensajes. No es retórica. Es instrucción.
El rastro de "Los Bonitos" no se queda en un cuarto con una cubeta. Recorre pasillos de mercados, puestos en tianguis, locales de barrio y pequeños talleres. Ahí, en el nivel más básico de la economía popular, la extorsión funciona como un impuesto paralelo que nadie eligió. La cuota se fija con una visita o una llamada. A veces llegan dos hombres con gorras, miran lo que hay, preguntan por el dueño, “se presentan” y dan el número de contacto. A partir de entonces, cada semana o cada quincena hay que entregar. Si hay retraso, aparece el cobrador. Si persiste, llega la amenaza. Cuando alguien decide resistir, el castigo se graba.
El 4 de septiembre la dinámica quedó a la vista en una esquina de Iztapalapa. Una alerta en la frecuencia de radio llevó a policías de la Secretaría de Seguridad Ciudadana hasta el cruce de Felipe Ángeles y Pino Suárez, en el Barrio San Antonio. Un comerciante había denunciado que lo estaban presionando para entregar efectivo “a cambio de no hacerle daño”. En esa intervención detuvieron a cuatro hombres y a una mujer. Fue la primera fotografía pública de la célula. No eran rumores. No era un video sin contexto. Eran personas, un punto del mapa, una carpeta de investigación abierta.
Dos semanas después, el 20 de septiembre, el expediente creció hacia el Estado de México. En la colonia Las Brisas, municipio de Acolman, fuerzas federales y locales ingresaron a un inmueble con orden de cateo. Dentro encontraron a cinco integrantes, entre ellos Erika y Wendy. Aseguraron dos vehículos, dos motocicletas, equipo de cómputo, teléfonos celulares, cartuchos útiles, dinero en efectivo y dosis de droga. Participaron el Ejército, la Marina, la Guardia Nacional, la Fiscalía General de la República y las fiscalías de Ciudad y Estado de México. El despliegue no deja dudas: lo que parecía un grupo de barrio tenía refugios, logística y una operación que cruzaba límites administrativos.
Con esas capturas se cerró una parte del círculo y se abrió otra. Los vecinos ya advertían que Los Bonitos no eran improvisados. Había más de extorsión. También narcomenudeo, robos, despojo de inmuebles y, en algunos hechos, violencia letal. El patrón se repetía: Iztapalapa como base de cobros y control, domicilios del Estado de México como bodega y resguardo. Cuando la presión se acercaba demasiado a una colonia, se movían de casa. Cuando la policía patrullaba una ruta, cambiaban de calle. El negocio, sin embargo, seguía en el mismo lugar: frente a la cortina que abre cada mañana.
El modus operandi no requiere sofisticación para ser efectivo. Primero llaman o llegan en persona. Anuncian que “a partir de hoy” la zona está bajo su administración. Fijan cifra y periodo. Entregan un número. Piden puntualidad. Si el pago no cae, empieza la segunda fase: mensajes con ultimátum, referencias a la familia, promesas de incendiar el local, de romperle la cara al dueño, de llevar “la visita” a la casa. Todo queda anotado en la libreta: nombre, puesto, monto, fecha, falta. La tercera fase es la que pretende evitar cualquier duda. Al que no paga, lo golpean, lo humillan, lo graban. El video corre por WhatsApp antes de la noche. Nadie pregunta quién lo filtró. Todos lo ven. Nadie quiere ser el siguiente.
En Iztapalapa viven casi dos millones de personas. Es una ciudad dentro de la ciudad, con mercados que mueven efectivo, talleres que trabajan a destajo, familias enteras que dependen de una mesa de plástico y una plancha caliente para vender desayunos. Ahí, la amenaza no necesita un discurso largo. Una llamada basta. Un mensaje con insultos llega al celular y cambia la agenda del día: “hoy no abro”, “hoy pago”, “hoy me quedo callado”. La extorsión altera horarios, cierra puertas, modifica rutas. No solo roba dinero. Roba tiempo, calma, sueño.
Las víctimas rara vez hablan en público. Denunciar implica volver a pronunciar el nombre del cobrador y el de la calle donde vive tu madre. Significa volver a ver a alguien parado frente a tu local mirando adentro, con el teléfono en la mano. Por eso el video de la cubeta pesa tanto. Esa mujer suplicando “ya no, por favor” se convirtió en espejo de todos los que han pasado por una espalda empujada contra la pared. El castigo fue para una, el mensaje fue para cientos.
Los golpes policiales mostraron que la estructura existe y que se puede llegar a ella. Pero también exhibieron su capacidad de relevo. Después de la detención de cabecillas, los cobros no desaparecieron de un día a otro. La libreta siguió pasando de mano en mano. El teléfono volvió a sonar. A veces cambian la voz del mensaje. A veces cambian el número. El método no se mueve. Y ese es el problema: no es una acción aislada que se apaga con un cateo, es un sistema de control que se reproduce porque encuentra condiciones para hacerlo.
La economía del miedo funciona en ciclos cortos. Cada cuota impuesta alimenta la siguiente. El dinero que se arranca a un local sirve para pagar la gasolina de la moto en la que mañana llegará otro cobrador. El silencio de hoy se convierte en argumento para pedir más mañana. Y el video que hoy asusta a un barrio, mañana asusta a otro. La banda no necesita convencer a nadie de que tiene razón. Le basta con demostrar que tiene fuerza y que la va a usar. En esa simpleza reside su eficacia.
En paralelo a estos hechos, desde el Gobierno federal se presentó una estrategia para enfrentar la extorsión. Se habló de perseguir el delito de oficio, de coordinar fiscalías, de bloquear números telefónicos usados para amenazar, de reforzar la denuncia anónima. También se anunció la ruta legislativa de una ley general que homologue criterios y cierre huecos legales que hoy dejan a las víctimas con la carga de probar lo que les hicieron. Sobre el escritorio, todo suena urgente y necesario. En la calle, la gente pregunta por otra cosa: quién va a estar parado frente a su local mañana a las siete, cuando suba la cortina.
Esa distancia entre el anuncio y la jornada es lo que mantiene vivo el negocio de "Los Bonitos". La ley que se discute busca que la extorsión deje de depender de la denuncia para iniciar, que el Estado asuma el caso y lo lleve hasta sentencia. Pero para que eso funcione se requiere presencia, investigación que llegue antes que el cobrador, protección real para quien se atreve a decir “no”, y una respuesta que no se quede en el comunicado. No es un asunto de una sola agencia, sino de coordinación que no se rompa cuando el delincuente cruza la línea municipal.
El caso de Iztapalapa enseña que la extorsión no es un delito silencioso, es un delito visible que el propio agresor se encarga de mostrar. Por eso el video importa. Por eso el cateo en Acolman importa. Porque prueban que hay hechos, objetos, rutas, nombres y fechas. Y prueban también que el miedo se propaga a la velocidad de un mensaje reenviado. Si la autoridad quiere detener ese ciclo, tiene que ganarle tiempo al teléfono del cobrador y al registro de la libreta.
Hoy, el nombre de "Los Bonitos" ya no es un rumor en voz baja. Tiene archivo, tiene detenidos, tiene aseguramientos. Pero la vida en el barrio no cambia con una sola detención. Cambia cuando el comerciante puede abrir sin mirar por encima del hombro, cuando el número que llama ya no existe, cuando la libreta no se vuelve a abrir en su mesa. Hasta entonces, la escena de la cubeta seguirá recordando que, en Iztapalapa, el poder real se mide en la capacidad de cobrar miedo. Y que, mientras esa capacidad no se rompa, una ley prometida será apenas una promesa frente a una puerta de lámina que cada mañana vuelve a subir.