El gobierno mexicano lo hizo de nuevo. Tuvo en sus manos a quien pudo convertirse en el siguiente heredero del imperio de Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, y lo dejó ir.
Se trata de Alejandro Guzmán, un hombre de bajo perfil, silencioso y acostumbrado a moverse en las sombras. Su nombre, apenas conocido fuera del círculo criminal, comenzó a mencionarse la noche del 30 de agosto, cuando un convoy militar irrumpió en Tlajomulco de Zúñiga, al sur de Guadalajara, en una zona de ranchos y caminos de terracería.
La versión inicial afirmaba que en esa redada había caído el sobrino o primo del exlíder del Cártel de Sinaloa, detenido junto a tres de sus hombres, con armas, dinero y droga asegurada. En cuestión de horas, el presunto operativo se volvió tema nacional, pero al amanecer del día siguiente no existía un solo documento que lo confirmara.
La historia empezó como tantas otras: con una filtración, una fuente militar anónima y una red de periodistas que repiten lo que oyen en la frecuencia de la noche. Se dijo que los soldados habían rodeado el rancho donde Alejandro Guzmán se encontraba reunido con tres de sus operadores, que los esperaban, que “sabían que estaría allí”. Dos camionetas RAM TRX fueron mencionadas como parte de los aseguramientos y los medios locales hablaron de 140 mil pesos escondidos en dobles fondos, además de un breve enfrentamiento. Ese día, la detención fue reportada como un éxito táctico de inteligencia, una pieza más en la ofensiva contra la estructura de “Los Chapitos”. Sin embargo, conforme pasaron las horas, el silencio institucional empezó a ensombrecer la noticia.
Ni la Secretaría de la Defensa Nacional ni la Fiscalía General de la República emitieron boletín alguno, tampoco la Fiscalía de Jalisco. Ningún registro de ingreso, ninguna puesta a disposición, ningún folio judicial. Lo que horas antes se había anunciado como una captura relevante se desvanecía sin explicación.
Para entonces, el portal internacional Cartel Insider, que había difundido la primera versión, publicó un texto breve titulado “False Arrest. Bad Information”. En él reconocían no haber podido verificar la detención y admitían que la fuente original no contaba con respaldo documental, sin embargo, el desmentido no apagó la historia: al contrario, la expandió. Medios nacionales e internacionales ya habían reproducido la versión inicial, citando el reporte como si fuera oficial, mientras que en las redes sociales se multiplicaban los mensajes que daban por hecho la captura del “sobrino de El Chapo”.
En paralelo, el periodista José Luis Montenegro, especializado en narcotráfico, sostuvo en entrevistas que la captura sí había ocurrido y que Alejandro Guzmán fue liberado menos de 24 horas después. Aseguró que hubo tortura, incomunicación y jugosos pagos para conseguir la salida.
Hasta hoy, ninguna autoridad ha confirmado que el operativo se haya llevado a cabo en los términos descritos. Ninguna dependencia ha mostrado actas, partes, fotografías ni folios, ocurriendo una vez más, en ese terreno difuso donde se mezclan los rumores, los silencios y los intereses. Sin embargo el personaje central, Alejandro Guzmán, tampoco es un desconocido.
Desde hace años su nombre figura en informes de inteligencia como un operador financiero de “Los Chapitos”. Se le atribuyen vínculos directos con los hermanos Iván Archivaldo y Jesús Alfredo Guzmán Salazar, los principales herederos de la facción.
En Culiacán lo conocen como El Güerito: joven, calculador, encargado de mover dinero y coordinar operativos menores. No tiene ficha roja ni recompensa y tampoco aparece en los listados públicos de buscados por la DEA. Su perfil, hasta antes de Tlajomulco, era el de un colaborador en la penumbra. Un hombre lo bastante importante para tener la confianza de la familia, pero lo bastante discreto para no llamar la atención de Washington.
Ese equilibrio parece haberse roto con el rumor de su captura. Porque si efectivamente fue detenido, el Estado mexicano tuvo en sus manos una pieza que podía abrir la estructura interna del Cártel de Sinaloa. Y si no lo fue, el episodio revela otra falla: la incapacidad de las instituciones para contener o aclarar una información de alto impacto. En ambos escenarios, el resultado es el mismo: un gobierno que deja crecer versiones contradictorias sobre un asunto que toca el corazón de la seguridad nacional.
A medida que los días avanzaron, el operativo de Tlajomulco se convirtió en un fantasma. Ningún vecino fue interrogado oficialmente. Ninguna autoridad reconoció haber participado y aunque en redes sí circularon videos probatorios de los convoyes de soldados, su ubicación y hora, no fue verificable.
Analistas apuntaron que la opacidad en el tema podría ser deliberada: una estrategia de inteligencia que buscaba mantener bajo reserva una captura para no alertar a la estructura sinaloense. Otros, más escépticos, lo interpretaron como un error operativo: una intervención sin coordinación con la fiscalía que obligó a liberar al detenido ante la falta de orden judicial. La verdad, por ahora, no está en ninguno de los dos extremos y todo se reduce a rumores y silencios. Sin embargo, la historia sigue vivo porque el apellido Guzmán pesa, y porque cada aparición de un familiar de “El Chapo” en territorio mexicano despierta las mismas preguntas: quién lo protege, quién lo dejó escapar y quién se beneficia de que no aparezca en los registros.
El caso ocurre, además, en un contexto de reconfiguración interna del Cártel de Sinaloa: Ovidio Guzmán se declaró culpable ante la justicia estadounidense. Joaquín Guzmán López está a punto de hacerlo. Mientras los dos mayores, Iván Archivaldo y Jesús Alfredo, continúan prófugos, bajo sanciones económicas y persecución internacional. Así, el linaje atraviesa una transición dura y silenciosa. En medio de esa fractura, nombres como el de Alejandro Guzmán comienzan a ocupar espacios estratégicos: finanzas, logística y enlaces locales. Por eso el rumor de su detención encendió alarmas en los servicios de inteligencia de México y Estados Unidos. Si el operativo existió, fue una oportunidad perdida. Si no, un síntoma de la fragilidad institucional para manejar información de alto nivel.
La pregunta, inevitable, es si ese silencio es parte de una estrategia o de una costumbre. Porque en México, callar puede ser tan funcional como detener. Las operaciones se ejecutan, las órdenes se pierden, los nombres cambian, y las historias, como esta, quedan flotando en la zona gris donde todo puede haber ocurrido y nada se puede probar.
En ese punto, la nota deja de ser una noticia para convertirse en síntoma. Un gobierno que no desmiente ni confirma. Un sistema de seguridad que produce rumores en lugar de resultados. Un país donde la captura o la liberación de un Guzmán es materia de especulación y no de registro. Si Alejandro Guzmán fue detenido y liberado, el Estado falló. Si nunca fue detenido, el Estado mintió por omisión. En cualquiera de los casos, el mensaje es el mismo: la impunidad sigue siendo el eje.