
El poder real ya no se exhibe en mítines, no se negocia en los pasillos del Congreso y ni siquiera se disputa en las urnas. Hoy, el nuevo rostro de la influencia política en Estados Unidos se disfraza de club privado: elegante, exclusivo y blindado ante el escrutinio público. Executive Branch es el nombre del lugar que sintetiza esta transformación, y su fundador no podía ser otro que Donald Trump Jr., el hijo del expresidente que ha decidido jugar su propio juego. Un juego sin árbitros, sin reglas claras, y con una entrada que cuesta hasta medio millón de dólares.
Ubicado estratégicamente en un sótano de Georgetown, Executive Branch no sólo busca ser un punto de reunión para simpatizantes del trumpismo. Aspira a convertirse en su centro operativo, ideológico y cultural. Un Mar-a-Lago urbano, pero más exclusivo, más cerrado, más selectivo. Aquí no hay espacio para los tibios ni para los viejos republicanos: la membresía está reservada a menos de 200 personas y se entra únicamente por recomendación directa.
Periodistas, cabilderos, funcionarios del “deep state” y hasta republicanos de la vieja guardia, como los que apoyaron a Bush o a McCain, están explícitamente vetados. Aquí no entra quien tenga poder, sino quien comulgue con el credo trumpista. Este club no sólo busca influencia: busca pureza ideológica. Y eso lo convierte, más que en un club social, en una célula política hermética.
Es una ironía violenta. Durante años, Donald Trump y su familia construyeron su narrativa en contra de las élites, de los clubes cerrados y de los poderosos que no rinden cuentas. Hoy, su hijo ma encabeza un proyecto que encarna exactamente eso: un espacio de acceso restringido, donde las decisiones se toman entre alfombras de diseño, whisky caro y pactos invisibles. Executive Branch no se esconde: se anuncia como el nuevo refugio de los conservadores influyentes. El viejo elitismo, ahora con estética anti-woke.
Lo más preocupante no es la exclusividad. Es lo que puede suceder dentro. Expertos en ética y transparencia ya han advertido que este club podría convertirse en una vía paralela para ejercer presión política, hacer favores, intercambiar financiamiento y garantizar cercanía directa con Trump y sus aliados. No es un club de lectura ni un espacio de networking: es, potencialmente, una estructura paralela de poder. No hay transparencia, no hay reglas públicas, no hay rendición de cuentas.
Executive Branch es también una señal de algo mayor: Donald Trump Jr. ya no quiere ser sólo el vocero irreverente de su padre. Quiere capitalizar el legado político del trumpismo y proyectarse como su próximo líder. Este club no es sólo un espacio para “amigos poderosos”. Es la antesala de una candidatura, la demostración de fuerza de alguien que está dispuesto a crear su propio ecosistema de poder. Si su padre tuvo Mar-a-Lago, él tendrá Georgetown.
La pregunta de fondo es incómoda, pero necesaria: ¿puede una élite ideológica crear un espacio de deliberación política sin ningún tipo de supervisión democrática? Executive Branch no es ilegal. Pero sí representa una amenaza simbólica: privatiza la política, oculta los debates, y convierte la influencia en un privilegio reservado. Si así luce el futuro del trumpismo, el problema no será sólo quiénes están adentro… sino todo lo que se decide sin que nadie más se entere.
Executive Branch es más que un club. Es un síntoma. Es la evidencia de que el poder conservador ya no necesita partidos ni instituciones para reproducirse. Le basta un sótano lujoso, una lista de contactos curada y un sistema que permite que las decisiones más relevantes se tomen sin luz, sin ruido, sin democracia. A veces, el nuevo autoritarismo no llega con golpes de Estado. Llega con invitación personal, valet parking y whisky de 25 años.