
La noche no termina nunca en la celda de Joaquín “El Chapo” Guzmán Loera.
A veces —dice— el aire se calienta tanto que siente que la piel le arde, que el corazón se le detiene por segundos y que un gas invisible lo quema desde dentro.
El hombre que escapó dos veces de prisiones mexicanas asegura ahora que su jaula en Colorado lo está matando poco a poco.
Entre el hedor del metal viejo y el zumbido constante de las cámaras, “El Chapo” escribe: “Estoy por tener un infarto… el gas que sueltan en mi celda me está matando”.
Son ocho cartas recientemente difundidas, en las que su letra tiembla y su voz suplica. Los hoy llamados escritos prohibidos del que alguna vez fue considerado el capo más poderoso y rico del mundo están dirigidos a diversas autoridades en Estados Unidos, en un intento más por que alguien se apiade de la forma en que sobrevive en la prisión más inhumana del planeta: ADX Florence.
Ahí lleva casi seis años aislado, vigilado las 24 horas, sin sol, sin aire y en la penumbra. Desde ese encierro escribe en español, desde el fondo de su confinamiento.
Las ocho misivas, redactadas de su puño y letra entre 2023 y 2024, muestran a un hombre que dice vivir “entre la locura y la muerte”. Un prisionero que alguna vez reinó sobre los valles de Sinaloa y que hoy apenas puede ver el sol a través de una rendija de acero de cuarenta centímetros.
“El Chapo” asegura ser víctima de tortura. “Sin ningún programa educacional u oportunidad de empleo disponible para mí, sin acceso a la biblioteca y con tiempo limitado de ejercicio… me dejan sin nada qué hacer mientras los días pasan”, escribió.
Su celda mide poco más de dos metros de ancho por tres de largo. Dentro hay una cama de cemento, una mesa empotrada, un lavabo oxidado y una pequeña ventana que apenas deja pasar la luz. Pasa 23 horas al día allí dentro, sin contacto humano, sin conversación, sin sonidos distintos al zumbido metálico del sistema de ventilación.
ADX Florence, conocida como “el Alcatraz de las Montañas Rocosas”, fue diseñada para que sus presos no escapen, pero también para que no hablen, no miren y no recuerden. Ahí Guzmán comparte el complejo con asesinos, terroristas y líderes de organizaciones criminales.
El exlíder del Cártel de Sinaloa está bajo las llamadas Medidas Administrativas Especiales (SAMs, por sus siglas en inglés), impuestas por el Departamento de Justicia para evitar que se comunique con el exterior o replique los vínculos criminales que alguna vez tuvo. Bajo estas reglas, su vida está completamente restringida: no puede hacer llamadas, apenas recibe correspondencia y sus visitas familiares son casi inexistentes.
“Las SAMs son punitivas y me estoy enfermando… Pido que las remuevan antes de que me dé un ataque al corazón o antes de que me vuelva loco, porque las condiciones son crueles e inhumanas”, se lee en una de las cartas, parte de una queja formal presentada ante una corte en Colorado.
En ellas acusa al Buró de Prisiones y al Departamento de Justicia de mantenerlo en condiciones diseñadas, dice, “para matarlo lentamente”.
“Me he quejado en varias ocasiones de ser despertado cada noche, después de la medianoche, por un flujo de aire caliente que circula cerca de quince minutos, cuatro o cinco veces durante la noche, causando rápidas palpitaciones en mi corazón.”
De acuerdo con los documentos obtenidos por Milenio, Guzmán Loera asegura sufrir ataques nocturnos dentro de la celda, describiendo una especie de tortura térmica y química.
“El aire libera algún tipo de gas… mi cuerpo comienza a doler, la piel me arde, me rasco hasta sangrar. Esto no me deja dormir y aumenta mi presión sanguínea.”
En otra carta insiste en que está por tener un infarto, asegurando que le instalaron un dispositivo para torturarlo mediante la liberación de gas que lo hace sudar, le provoca dolores de cabeza y eleva su presión arterial a niveles críticos. También acusa directamente a los custodios de querer verlo muerto.
Guzmán dice comer solo “para no morir”: “La comida que me dan es de baja calidad y tiene un sabor terrible… las porciones son pequeñas y la mayoría de las veces me quedo con hambre. Ni siquiera los guardias comen lo que cocina la prisión.”
El agua, asegura, “sale mohosa”, con un sabor metálico que atribuye a tuberías corroídas de más de treinta años. Además, en las mismas cartas pide que le permitan ver a un médico externo por una alergia que se le ha vuelto crónica.
“Quiero aprender inglés —escribió— porque nadie aquí me habla en español.”
Esa aspiración, tan modesta, parece su único pasatiempo y al mismo tiempo su única posibilidad de interacción. En cinco años, apenas ha visto a sus hijas gemelas un par de veces. Las cartas que les envía tardan entre cinco y diez meses en llegar, y las respuestas, dice, nunca las ha recibido.
“Necesito entender los documentos y comunicarme con el personal.”
“Mi madre murió en diciembre de 2023 y no pude despedirme”, escribió también con trazos temblorosos. “El gobierno de Estados Unidos negó sus peticiones de visa para venir a verme. Me cortaron la comunicación en mayo… ni siquiera supe cuándo empeoró su salud.”
Desde su celda, El Chapo reconstruye su propia historia. Afirma que su caso fue “demasiado político”, derivado de la muerte del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo en 1993, un crimen por el cual —dice— el gobierno mexicano lo convirtió en enemigo público: “Me hicieron ver como el hombre más malo del mundo… el narcotraficante más peligroso del planeta.”
Incluso recuerda a Vicente Zambada Niebla, “El Vicentillo”, hijo de su compadre Ismael “El Mayo” Zambada, quien testificó en su contra durante el juicio en Nueva York. “El testigo número uno del gobierno dijo que ambos gobiernos —México y Estados Unidos— montaron una campaña para hacerme grande y así poder detenerme”, escribió.
Debido a que su figura no pasa desapercibida en prisión, asegura ser objeto de burlas:
“Siempre me ponen un overol amarillo enorme cuando mi abogada me visita. Es tres o cuatro veces mi talla. Me visten como payaso. Se ríen de mí y es degradante. No tengo acceso a terapia… nadie me ayuda a enfrentar el trauma del confinamiento. Todas mis solicitudes han sido ignoradas.”
Las cartas, todas escritas con letra irregular y sin adornos, son más que documentos legales: son un retrato humano de la soledad absoluta.
La historia de un hombre que dominó el tráfico de drogas en el hemisferio occidental y que hoy sobrevive en una rutina sin horizonte, en una celda suspendida en el tiempo.
Fue su abogada, Mariel Colón, quien tradujo los escritos para presentarlos ante los tribunales. Aunque asegura que las supuestas agresiones disminuyeron brevemente tras la denuncia, regresaron en poco tiempo.
En cada carta, la voz de Guzmán suena más cansada, más frágil y más quebrada.
De las montañas del Triángulo Dorado a la prisión de Colorado donde hoy se entierra en vida, Joaquín Guzmán Loera parece entender que ya no hay retorno.
Su nombre, que alguna vez representó poder, ahora se reduce a un número de interno y a una celda sin color, donde entre el gas y el silencio, “El Chapo” sigue existiendo.