
Siete minutos. Cuatro hombres encapuchados. Dos motocicletas. Eso fue todo lo que necesitó un comando para ejecutar el robo más grande en la historia del Museo del Louvre.
A plena luz del día, el domingo 19 de octubre, el corazón de París fue escenario de un golpe de precisión quirúrgica, calculado al segundo y destinado a golpear donde más duele: en la historia de Francia.
Entre las 9:30 y las 9:40 de la mañana, los delincuentes irrumpieron en la Galería de Apolo, donde se exhiben las joyas de la Corona francesa.
Llegaron con exactitud militar: dos en motocicleta, dos en un camión con montacargas. Utilizaron una escalera mecánica de carga para alcanzar un balcón del primer piso, forzaron una ventana lateral con sierras radiales y, en menos de un minuto, ya estaban dentro. Amenazaron a los agentes con las mismas herramientas que luego usaron para romper las vitrinas mientras el ruido del metal rebotaba en las paredes doradas del salón. Todo al tiempo que los visitantes eran desalojados por los pasillos.
Siete minutos después, las vitrinas estaban vacías y los cuatro hombres huían a toda velocidad hacia el muelle más emblemático de París.
Una de las piezas —la corona imperial de Eugenia de Montijo— cayó durante la fuga y fue recuperada, dañada, en la escalinata. Las otras ocho desaparecieron sin dejar rastro.
El ministro del Interior, Laurent Nuñez, lo calificó como un golpe profesional de alto nivel. “Sabían exactamente qué piezas querían, cómo llegar a ellas y cómo salir del edificio”, dijo. Los asaltantes conocían los puntos ciegos de las cámaras, habían estudiado la arquitectura del museo y planificado su recorrido con una precisión escalofriante. Usaron herramientas industriales de corte y un vehículo modificado para carga. No improvisaron nada: habían hecho un reconocimiento previo durante semanas, incluso mientras el museo estaba abierto al público.
Las cámaras internas los captaron moviéndose con calma, sin disparar, sin forzar puertas de más. Una vez dentro, fueron directo a la vitrina central, ignorando obras maestras como la Gioconda o la Venus de Milo. Sabían qué buscar pues sabían cuánto valía.
Y es que el botín es tan valioso como simbólico. Nueve joyas que resumen siglos de historia francesa. La corona imperial de Eugenia de Montijo, confeccionada en oro con mil 354 diamantes y 56 esmeraldas, símbolo del Segundo Imperio.
La diadema nupcial de Eugenia, regalo de Napoleón III, con más de 3 mil piedras preciosas.
El broche de lazo imperial, un entramado de 2 mil 400 diamantes diseñado por François Kramer. Un broche relicario con 94 diamantes antiguos, dos de ellos pertenecientes al tesoro de Luis 14.
Una diadema y un collar de zafiros que pertenecieron a la reina Hortensia y a María Amalia, con 24 zafiros de Ceilán y más de mil diamantes; y el conjunto de esmeraldas de la emperatriz María Luisa, regalo de Napoleón I, con 32 gemas colombianas.
Su valor comercial supera los 100 millones de euros, pero su valor patrimonial, según el propio museo, “es incalculable”.
El atraco dejó al descubierto fallas críticas en el sistema de seguridad del museo más famoso del mundo.
La fiscal confirmó que las alarmas se activaron, pero no sonaron en la galería donde ocurrió el robo. Cinco agentes presentes en la sala intentaron activar el protocolo, pero la operación fue demasiado rápida. Los ladrones ingresaron por la fachada del Sena, una zona que no contaba con sensores activos debido a trabajos de mantenimiento. Aprovecharon la rutina de apertura dominical y una brecha de seguridad en el perímetro.
El ministro de Justicia, por su parte admitió lo impensable: “Francia ha fallado en proteger su patrimonio”. El Louvre fue cerrado de inmediato. La policía judicial desplegó 60 investigadores y peritos en arte. Recogieron herramientas, huellas parciales y restos metálicos de las sierras abandonadas. En las imágenes de las cámaras se observa a los encapuchados huyendo en dos motocicletas negras de gran cilindrada pero ruido de los motores terminó por confundirse con el tráfico del centro de París y nadie alcanzó a detenerlos.
La investigación avanza a contrarreloj. La Fiscalía de París abrió una investigación por robo en banda organizada y asociación criminal, la Interpol fue alertada, y las fronteras francesas permanecen bajo vigilancia especial. Los aeropuertos y los puertos, operan con alertas rojas pero hasta el momento no hay detenidos. Al momento, la única pista es que los autores podrían pertenecer a una red internacional de tráfico de arte pues las joyas podrían ser desmontadas, fundidas y vendidas por separado, borrando para siempre su valor histórico.
Expertos en patrimonio cultural advierten que, si las piezas son destruidas, la pérdida será irreparable. Cada diamante y cada piedra, está registrado en catálogos del museo, con fotografías de conservación que ahora sirven para rastrear los cortes originales mientrs el Louvre coopera con casas de subastas y policías de otros países para identificar cualquier intento de venta en el mercado negro.
Más allá del dinero, lo que está en juego es la memoria. Cada joya robada representa una era de Francia: el collar de esmeraldas de María Luisa fue testigo del Imperio Napoleónico; la diadema de zafiros unió a dos monarquías y la tiara de Eugenia simbolizó el esplendor del Segundo Imperio. Son piezas únicas, imposibles de reemplazar. Representan la continuidad del Estado francés, la fusión entre poder, arte y fe.
El presidente Emmanuel Macron no tardó en reaccionar y lo dijo con firmeza: “Es un ataque a nuestra historia. Recuperaremos las obras y llevaremos a los responsables ante la justicia.”
Así, la ciudad de París, acostumbrada a los flashes, el glamour y la belleza, quedó suspendida entre la incredulidad y la rabia. La ministra de Cultura, declaró que “los museos ya no son santuarios” y advirtió que el crimen organizado ha puesto la mira en el patrimonio europeo. Mientras tanto, la corona dañada de Eugenia fue enviada a restauración al tiempo que los peritos buscan en su estructura huellas, fibras o ADN que conduzcan al comando.
Se espera que el Louvre reabra parcialmente en los próximos días bajo medidas extremas: Más vigilancia y menos confianza. Francia, guardiana de siglos de arte, enfrenta ahora su propio reflejo: un país que acaba de descubrir que incluso su historia puede ser vulnerada.