En medio de la ola de violencia que azota Apatzingán, la alcaldesa Fanny Arreola Pichardo creyó que sería buena idea contratar a Los Originales de San Juan, un grupo conocido por su lista de narcocorridos, quienes tuvieron la consigna de amenizar la feria del pueblo el 26 de octubre… En el colmo, y no satisfecha con el acto que hace apología de la violencia, ella misma les pidió interpretar una canción en particular: “La raza de Michoacán”. Una pieza musical que habla de cocaína, marihuana y hombres que cruzan retenes “con nervios de acero”… Todo en una ciudad donde los disparos nocturnos se confunden con cohetes y los comerciantes viven entre el miedo y la resignación.
El público, entre risas y celulares en alto, aplaudió cuando el vocalista agradeció a la presidenta por la petición, mientras el eco de la batería se mezclaba con los gritos y, por unos minutos, pareció que Apatzingán olvidaba a sus muertos.
Esa noche, la imagen de una autoridad coreando un himno al narcotráfico se volvió un insulto. No era un espectáculo cualquiera: era una funcionaria pública financiando, desde el presupuesto del municipio, un acto que glorificaba al crimen en una tierra herida por él. Mientras las redes repetían el video y la indignación se extendía, el gobierno de Michoacán reaccionó con rapidez.
Raúl Zepeda Villaseñor, secretario de Gobierno, fijó postura ante medios y no dejó espacio a interpretaciones. Dijo que, por instrucción del gobernador Alfredo Ramírez Bedolla, se habían iniciado los procedimientos legales contra el Ayuntamiento y la agrupación.
“En Michoacán —recordó el funcionario— la apología del delito no es entretenimiento, es un delito. Y está prohibida desde hace una década.”
La ley es clara. Desde 2015, la difusión de narcocorridos en espacios públicos fue vetada, y en abril de este año el decreto se reforzó: quien los promueva puede pasar hasta seis meses en prisión y pagar multas de hasta 150 unidades de medida. Pero en una región donde las armas dictan el ritmo de la vida, las normas suelen llegar tarde.
Apatzingán, corazón de la región de Tierra Caliente, lleva años cargando una reputación que duele: tierra de huertas y fusiles, de familias que duermen con miedo y de cárteles que marcan territorio como si fuera suyo. Los Viagras, Los Blancos de Troya, Los Caballeros Templarios, el CJNG… todos han peleado por las calles que el gobierno local presume en sus ferias. Es ahí, donde los campesinos pagan cuotas por cada caja de limón y los transportistas rezan para regresar vivos, donde una alcaldesa celebró la canción que los nombra como héroes.
Por eso, la reacción del gobierno estatal no fue solo jurídica: fue política. Ramírez Bedolla ordenó que el caso se investigara y, al mismo tiempo, dejó sola a la presidenta municipal. Así se comprobó el martes por la mañana con la visita del secretario de Seguridad federal, Omar García Harfuch.
Mientras los micrófonos buscaban explicaciones, los helicópteros federales descendían en el cuartel de la 43 Zona Militar. Ahí, sin cámaras ni discursos, García Harfuch encabezó una reunión urgente con el propio Bedolla, el fiscal Carlos Torres Piña y el general Ricardo Trevilla Trejo, titular de la Sedena. También estaban los líderes de la Asociación de Citricultores del Valle de Apatzingán, los mismos que han denunciado extorsiones de hasta mil pesos por cada tonelada de producto cosechado. Sin embargo, la presidenta municipal no fue invitada. Su nombre, en esa mesa, solo aparecía como ejemplo de lo que el Estado busca erradicar.
La exclusión fue deliberada. Desde Palacio de Gobierno no hubo invitación ni aviso. Ella misma lo confirmó después, intentando restar gravedad al asunto, al referir que “a veces es preferible no trabajar con el gobierno municipal de muchos lugares, a fin de reducir cualquier margen de error”. Lo dijo ante reporteros, con una sonrisa tensa, como quien entiende tarde que su carrera política pende de un hilo.
En tanto, en esa reunión que ella no presenció, Bedolla anunciaba un dato que marcaría la jornada y que, al parecer, desconocía: cuatro personas detenidas por el asesinato de Bernardo Bravo Manríquez, el líder limonero de la región, ejecutado el 9 de octubre. Algunos ya sujetos a proceso y otros en trámite, según palabras del propio mandatario michoacano.
Aunque evitó nombres, trascendió que entre los arrestados figuran Rigoberto “N”, alias “El Pantano”, y Blanca Esmeralda “N”, presuntos integrantes de Los Blancos de Troya, la misma célula que cobra derecho de piso a los productores de cítricos.
El crimen de Bravo había estremecido a la región. Era el hombre que organizaba a los campesinos frente al dominio de las mafias; el que hablaba con la Guardia Civil y aún creía que podía cosechar sin permiso del narco. Lo mataron a balazos dentro de su camioneta, a pocos kilómetros del campo.
Ese asesinato explica el contexto que Fanny Arreola ignoró la noche en que pidió un corrido. Mientras los agricultores continuaban lamentando el crimen de su representante, la alcaldesa festejaba “La raza de Michoacán”, la canción que presume cruzar retenes cargada de droga.
Por eso, cuando el secretario Zepeda habló de sanciones, no se refería solo a un expediente administrativo. Lo que se busca es restablecer un límite moral y dejar claro que no todo puede ser folclore ni costumbre. “El Gobierno del Estado no va a tolerar expresiones que glorifiquen la violencia”, aseveró.
Michoacán vive esa frontera difusa entre cultura popular y control criminal. En las cantinas suenan los mismos corridos que en los campamentos armados. En las fiestas patronales, los grupos musicales cantan lo que el público pide, y ese público, a veces, está formado por quienes mandan sin estar en el gobierno.
En ese contexto, lo ocurrido en Apatzingán es más que una imprudencia: es la evidencia de cómo el poder local se rinde al aplauso fácil, aun cuando el precio sea la dignidad de su propia gente.