
La Mayiza no cumplió su cometido con Vanessa Gurrola… pero sí la justicia estadounidense. Y es que, a pesar de haber sido boletinada y amenazada por dicha facción del Cártel de Sinaloa, la modelo y exreina de belleza sinaloense terminó tras las rejas de una prisión en California, acusada de haber asesinado a un operador de los Arellano Félix.
El supuesto crimen que la llevó a ese punto ocurrió la noche del 17 de febrero de 2024, en una ciudad acostumbrada al ruido de las sirenas. Esa noche, los disparos resonaron cerca de un complejo residencial en University City, una zona del sur de California donde nadie imagina que la violencia pueda irrumpir con tanta precisión.
La policía encontró dos cuerpos: uno sin vida junto a un vehículo y otro, herido, intentando arrastrarse hacia el acceso de un departamento.
La víctima fatal fue identificada como Christian Espinoza Silver, conocido en el bajo mundo como El Chato, un operador cercano a Edwin Huerta Nuño, alias El Flaquito, pieza clave del Cártel de los Arellano Félix. Hasta ese momento no tenía cargos activos ni órdenes de arresto, pero su nombre ya aparecía en expedientes de inteligencia cruzados entre Tijuana y San Diego.
Horas después, el caso empezó a adquirir otro rostro. Las cámaras de seguridad del complejo captaron la silueta de una mujer saliendo del lugar minutos después de los disparos. El vehículo que conducía estaba rentado a nombre de Lidia Vanessa Gurrola Peraza, modelo, influencer y empresaria nacida en Mazatlán, Sinaloa. Fue en ese momento cuando la historia dejó de pertenecer a la prensa rosa y se convirtió en un expediente criminal.
Vanessa Gurrola fue detenida el 9 de octubre de 2025 en San Diego, tras una investigación silenciosa que la ubicó en un apartamento de lujo en el distrito financiero. Los registros judiciales la describían con precisión quirúrgica: 1.52 metros de estatura, 59 kilogramos, cabello y ojos castaños, número de detención 25744615. El cargo: homicidio en primer grado.
En ese entonces fue trasladada al Centro de Detención de Mujeres de Las Colinas, un recinto de alta seguridad donde aguardaría su proceso. La acusación formal se presentó el 10 de octubre de 2025, un día después de su arresto. En el documento aparecía una sola línea que lo cambiaba todo: “Causa penal vinculada al asesinato de Christian Espinoza Silver, alias El Chato”.
Hasta ese momento, pocos sabían quién era realmente Vanessa Gurrola, y es que en Sinaloa su nombre solo evocaba glamour, cámaras y coronas.
En 2011, había ganado el Festival de los Juegos Florales de Mazatlán y desfilado entre las diez mujeres más bellas del Carnaval. Más tarde se convirtió en influencer de estilo de vida, viajes y moda, acumulando más de un millón de seguidores en redes sociales, mostrando destinos como Dubái, Estambul, Miami o París. Así, su imagen se construyó con lujo, luces y frases de superación.
Pero esa misma exposición sería la puerta de entrada al infierno.
En 2020, una fotografía suya se volvió viral por su parecido con Emma Coronel Aispuro, esposa de Joaquín “El Chapo” Guzmán, multiplicando su nombre en portales web y noticieros al grado que le apodaron “la doble de Emma Coronel”. Ella no lo negó e incluso en diversas entrevistas decía que no le molestaba la comparación; al contrario, lo consideraba un halago pues había impulsado su fama. Lo que no sabía es que, en paralelo, también la había puesto en el radar del crimen organizado.
Las primeras versiones de la investigación indicaban que Vanessa mantenía una relación sentimental con El Chato. Habían sido vistos juntos en Baja California y en eventos discretos en Los Cabos. Viajaban entre México y Estados Unidos, casi siempre sin dejar rastro digital, pues en redes las fotos de Vanessa mostraban paisajes, cenas, hoteles, pero nunca rostros.
Esa relación fue el hilo conductor de la Fiscalía.
En las imágenes recuperadas del teléfono de El Chato se encontraron videos y mensajes que la ubicaban en el sitio del crimen, pocas horas antes de la ejecución.
Los investigadores reconstruyeron la escena con detalle: dos detonaciones, un arma corta, nueve milímetros, un vehículo gris estacionado frente al edificio y una llamada que nunca se completó.
Mientras el caso avanzaba en los tribunales de California, en México su nombre volvía a aparecer en otra historia. En septiembre de 2024, en medio de la guerra interna del Cártel de Sinaloa, una lluvia de volantes cayó sobre Culiacán, Mazatlán y Los Mochis. Desde avionetas se repartieron hojas con nombres, rostros y acusaciones. En ellas aparecía el de Vanessa Gurrola, junto al de otros presuntos colaboradores de Los Chapitos.
Los folletos la señalaban de lavar dinero y participar en fraudes inmobiliarios al servicio de Iván Archivaldo y Jesús Alfredo Guzmán Salazar. Eran hojas anónimas, sin firma, pero con teléfonos de contacto de la DEA y la Marina mexicana. Este mensaje, en Sinaloa, fue interpretado como una advertencia. La Mayiza —la facción rival dentro del Cártel de Sinaloa— la había marcado.
Después de eso, Vanessa desapareció de las redes. Cerró sus cuentas, vendió una de sus propiedades en Mazatlán y se mudó al otro lado de la frontera. Ahí, según los informes de la Fiscalía de San Diego, intentó reconstruir su vida bajo otro nombre, pero su pasado la alcanzó.
Los investigadores encontraron coincidencias entre sus movimientos bancarios y los del círculo de El Chato, evidenciando una conexión inevitable.
En las audiencias judiciales, su defensa alegó que no existían pruebas directas que la vincularan con el asesinato. Sin embargo, el peso de los registros digitales, los testimonios de vecinos y las pruebas balísticas terminaron por mantenerla en prisión preventiva.
Su abogado sostuvo que fue víctima de un montaje, que el homicidio obedecía a ajustes de cuentas dentro del crimen organizado y que ella solo había tenido una relación sentimental con la víctima.
La Fiscalía, en cambio, planteó una hipótesis más simple: traición. Que Gurrola habría participado en la ejecución del hombre con quien compartía una relación, quizá por una deuda, por miedo o por encargo.
De su etapa como modelo poco quedaba. Los vestidos de lentejuelas y las coronas fueron reemplazados por un uniforme beige con un número bordado en el pecho y las luces se apagaron. En los registros penitenciarios se le describe como “reclusa sin incidentes disciplinarios”. Ahí, en prisión, dejó de hablar con la prensa, pero algunas cartas que envió a su familia fueron filtradas: en ellas decía que soñaba con regresar a Mazatlán, ver el mar y “volver a ser invisible”.
El caso continúa en manos de la justicia estadounidense, mientras en Sinaloa su historia se convirtió en un símbolo de ascenso y caída. Los medios locales la describieron como la mujer que enamoró al narco, la que tocó la cima y terminó sola, sin fama y sin seguidores.
Algunos la recuerdan como la muchacha sonriente del Carnaval; otros, como la silueta que salió corriendo de un estacionamiento aquella noche.
El expediente sigue abierto, pero la moraleja quedó escrita: la línea entre el lujo y el abismo es más delgada de lo que parece. Algo que Vanessa Gurrola aprendió demasiado tarde.