 
                                        Durante horas los disparos no pararon.
En los cerros de Penha y Alemão, dos de los complejos de favelas más poblados de Río de Janeiro, el aire se volvió denso por el humo y el miedo. Los vecinos se tiraban al suelo, cerraban puertas, apagaban luces. Desde abajo se escuchaban los helicópteros, el tableteo seco de las ametralladoras, los gritos.
Era martes 28 de octubre. La policía había entrado con todo. Más de dos mil quinientos agentes, decenas de vehículos blindados, drones, helicópteros. El operativo —bautizado como Operación Contención— buscaba capturar a cien presuntos miembros del Comando Vermelho. En la práctica, terminó siendo una de las jornadas más violentas que recuerde la ciudad.
Cuando cayó la tarde, las calles estaban vacías. El ruido de los disparos se mezclaba con el zumbido de las patrullas. El saldo era brutal: 132 personas muertas y decenas de viviendas atravesadas por las balas. Las escuelas cerraron, los comercios bajaron las cortinas, el transporte se detuvo. Río, una ciudad acostumbrada a convivir con la violencia, quedó en silencio.
Al amanecer del miércoles, los vecinos comenzaron a salir de sus casas. En una calle de tierra, al pie de la favela, colocaron cuerpos sobre el pavimento. Eran decenas. Jóvenes en su mayoría. Algunos sin camisa, otros cubiertos con mantas o sábanas viejas. Nadie hablaba. La escena recorrió el país y puso en duda los protocolos del operativo y el respeto a los derechos humanos.
Ignacio Cano, sociólogo del Laboratorio de Análisis de la Violencia de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, lo resumió sin adornos: “Se cerraron los trabajos, las escuelas, las universidades. Todo se detuvo. La ciudad entera quedó afectada”.
Desde Brasilia llegaron las primeras reacciones. El ministro de Justicia, Ricardo Lewandowski, calificó el operativo como un hecho de “extrema gravedad” y pidió revisar si lo ocurrido era compatible con el Estado democrático de derecho. Aseguró que el presidente Luiz Inácio Lula da Silva quedó “aterrado” al conocer la magnitud de la tragedia y “sorprendido” por no haber sido notificado.
El contraste político fue inmediato. Mientras el Gobierno federal pedía explicaciones, el gobernador de Río de Janeiro, Cláudio Castro —del Partido Liberal, aliado del expresidente Jair Bolsonaro— aparecía en televisión y en redes sociales ofreciendo cifras y calificando la acción como un “éxito”. A través de la red X aseguró que la operación había “preservado la vida de los vecinos de las comunidades”. En las favelas, sin embargo, los testimonios eran otros: puertas destrozadas, paredes marcadas por los disparos, familias que pasaron la noche escondidas debajo de las camas.
César Muñoz, director para Brasil de Human Rights Watch, fue tajante: “Una operación policial exitosa es la que termina con detenciones, juicios y condenas, no con decenas de muertos”. Dijo que lo ocurrido fue “un baño de sangre” y una tragedia que debe investigarse a fondo. “Hay que revisar cómo se planeó la operación, qué decisiones se tomaron y quién las autorizó”.
Ignacio Cano coincide. Para él, lo ocurrido no es nuevo, sino una repetición del mismo libreto: “Se invade un territorio controlado por el crimen, se mata, se confiscan armas y drogas, y meses después todo vuelve a empezar. La diferencia es que esta vez fue a una escala nunca vista”.
El martes dejó al descubierto no solo el poder de fuego del Estado, sino también su lógica: una estrategia de guerra que no reduce la violencia ni debilita a las bandas criminales. Por el contrario, las fortalece. “Si alguien cree que esto va a acabar con el Comando Vermelho, se equivoca —dice Cano—. Esa red está en muchos estados, con recursos, con vínculos políticos. Si el gobierno quisiera debilitarla, atacaría su dinero y su corrupción interna, no a los jóvenes pobres que están en la punta de la cadena”.
Human Rights Watch pidió a la fiscalía asumir la investigación, recordando que en el pasado fue la misma policía la que indagó sus propios abusos, con resultados débiles y llenos de conflictos de interés. “Estos operativos no desmantelan estructuras criminales —añade Muñoz—. Matan a los de abajo, y mañana hay otros para ocupar su lugar”.
En Penha y Alemão, todos lo saben. Cada redada deja más miedo, más armas, más muertos. Las imágenes del miércoles —cuerpos cubiertos con sábanas, madres buscando entre los escombros, niños descalzos esquivando patrullas— reflejan la distancia entre el discurso oficial y la vida real en las favelas.
“Esto no es seguridad pública, es política de exterminio”, afirma Cano. “El mensaje que se manda es que el bandido bueno es el bandido muerto. Y eso, en Río, se repite como si fuera una política de Estado”.
La fiscalía promete investigar si hubo ejecuciones extrajudiciales o abuso de fuerza letal. El Gobierno federal habla de transparencia. Pero en Río, donde las operaciones se repiten con el mismo guion desde hace décadas, pocos creen que algo cambiará.
Cuando el humo se disipó, quedaron las marcas en los muros, las sirenas en el aire y un número imposible de muertos en los registros oficiales. Una ciudad que, una vez más, despierta después de una noche de guerra.