
Joaquín Guzmán Loera y Rafael Caro Quintero, dos figuras históricas del narcotráfico mexicano que rara vez han coincidido en una narrativa judicial, comparten hoy un escenario común: buscar romper el aislamiento total. Uno, con un ruego personal escrito a mano que logró restablecer su contacto con su defensor; el otro, con una ofensiva legal que obliga al gobierno a pronunciarse sobre su encierro.
Ambos siguen enfrentando procesos y condenas que difícilmente tendrán variaciones al menos en el mediano plazo. “El Chapo” permanece cumpliendo una sentencia de cadena perpetua más 30 años, mientras el apodado “Narco de Narcos” espera juicio en un distrito conocido por imponer condenas severas en casos de crimen organizado.
Ninguno saldrá libre, pero sus movimientos recientes muestran que, incluso en prisiones de máxima seguridad, el recurso legal y la presión pública pueden modificar aspectos puntuales de la vida tras las rejas.
La historia de Guzmán Loera en este episodio comenzó en julio, dentro de una celda en ADX Florence, Colorado. Desde ahí, con letra apretada, torpe y con faltas de ortografía, escribió una carta dirigida al juez Brian Cogan, el mismo que lo sentenció en 2019. En el papel describía que llevaba más de 10 meses sin poder comunicarse con su nuevo abogado, Israel José Encinosa; que no le entregaban su correspondencia; y que ni por teléfono ni en persona podía sostener conversaciones sobre su defensa.
“Para mí es vital el abogado”, anotó en una de sus últimas líneas, antes de agradecer de antemano cualquier gestión. En el tono no había la arrogancia que lo acompañó durante años en su época de mayor poder, sino la insistencia de alguien reducido a depender de unas cuantas hojas para intentar alzar la voz.
Fue hasta el 5 de agosto que sus letras fueron registradas oficialmente en la corte de Nueva York y, seis días después, su abogado presentó un documento que cambiaba la dinámica: las autoridades penitenciarias habían autorizado llamadas continuas y reuniones presenciales con su cliente, bajo el amparo de la relación abogado–cliente. No era libertad ni un cambio de condena, pero sí el fin, al menos en papel, de una incomunicación que había convertido la defensa legal en un trámite casi imposible, además de un pequeño primer y quizá único contacto con el exterior.
La prisión donde pasará el resto de sus días, conocida como “Alcatraz de las Rocosas”, es más un mecanismo de control que una cárcel convencional. Las celdas de concreto miden poco más de dos por tres metros, tienen una cama de metal, un escritorio, un inodoro y una ventana de apenas 10 centímetros de ancho por la que solo se alcanza a ver un pedazo de cielo. La rutina es invariable: encierro de 22 a 23 horas al día, comida servida a través de una ranura en la puerta y, una vez a la semana, la salida a un pequeño patio sin contacto con otros internos.
Guzmán Loera lleva allí desde que su condena quedó firme y sus quejas han sido constantes: la extracción de piezas dentales en lugar de atención odontológica, presión arterial elevada, visitas familiares contadas y la prohibición de que los custodios le hablen en español. La carta de julio fue su última de varias intentonas por recuperar un mínimo de su antigua vida.
Apenas se conoció la resolución del gobierno estadounidense para que “El Chapo” retomara contacto con su abogado, el tema llegó a la conferencia matutina de la presidenta Claudia Sheinbaum, donde ni ella ni el fiscal general de la República, Alejandro Gertz Manero, ocultaron su extrañeza y cuestionaron duramente la decisión.
Señalaron que el gobierno estadounidense sostiene que “no negocia con terroristas” pero alcanza acuerdos procesales o modifica condiciones a criminales de alto perfil, e insistieron en que seguirán cada caso de cerca.
Mientras la carta de Joaquín surtía efecto en Colorado, en una celda del Centro de Detención Metropolitana de Brooklyn, Rafael Caro Quintero enfrenta un encierro que su defensa describe como extremo. Sus abogados aseguran que desde su extradición en febrero vive bajo medidas administrativas especiales que restringen al mínimo su contacto con el exterior.
La celda donde reside no tiene ventanas, la luz permanece encendida día y noche, las comidas se le entregan por una ranura y no se le permite realizar ejercicio al aire libre. Según su defensa, desde su arribo a territorio estadounidense solo ha podido hablar con su familia en dos ocasiones y siempre en llamadas monitoreadas. Dichas condiciones anulan cualquier posibilidad de socializar y lo colocan en una categoría punitiva similar a la de prisioneros acusados de terrorismo.
Tras la difusión de su escrito similar al de “El Chapo”, el 11 de agosto el juez Frederic Block ordenó al Departamento de Justicia pronunciarse, a más tardar el 18 de agosto, sobre si mantendrá o modificará este régimen. Aunque todavía no significa un cambio oficial en su trato carcelario, ha sido considerada por expertos como una señal de que el tribunal no aceptará indefinidamente una restricción sin justificación documentada.
La orden llega pocos días después de que la fiscalía estadounidense descartara buscar la pena de muerte para “El Narco de Narcos”, acusado directamente del secuestro y asesinato del agente de la DEA Enrique “Kiki” Camarena, así como de narcotráfico y delitos relacionados con armas de fuego exclusivas del ejército. Esta decisión también es leída por analistas como un movimiento estratégico para evitar un juicio capital largo y complejo, abriendo un espacio para que su defensa concentre esfuerzos en cuestionar las condiciones de reclusión.
Es así como en dos prisiones distintas, bajo jueces y causas diferentes, Guzmán Loera y Rafael Caro Quintero coinciden en una misma estrategia: utilizar el sistema judicial para presionar cambios en su aislamiento. El primero, con una carta directa y personal; el segundo, a través de escritos legales que describen su encierro como inhumano.