
La violencia no distingue de estatus ni profesión. La prueba está en la reciente ejecución del diseñador de modas Edgar Molina, quien fue asesinado a tiros la noche del sábado 11 de octubre en Moroleón, Guanajuato, la misma ciudad que hace cuatro años lloró la muerte de la candidata Alma Barragán y que hoy vuelve a enlutarse.
Edgar Molina, de apenas 34 años, era un nombre en ascenso dentro de la industria de la moda mexicana. Desde su pequeño taller en el corredor textil de Moroleón–Uriangato, logró lo que pocos: vestir a la gobernadora Libia Dennise García en el Grito de Independencia de este año. Sus manos confeccionaron un vestido de gala que recorrió los titulares por su elegancia y precisión. Pero el sábado por la noche, esas mismas manos quedaron inmóviles sobre el volante de una camioneta, en la esquina de Veracruz y Tlaxcala, cuando dos hombres armados abrieron fuego sin mediar palabra.
Los disparos rompieron el silencio de la colonia El Progreso. Edgar murió ahí mismo; su acompañante, Verónica “N”, fue trasladada de urgencia a un hospital, con heridas graves. Los vecinos escucharon las detonaciones, salieron y vieron el vehículo con las luces encendidas. El ataque fue directo, planeado, sin robo de por medio, o al menos así lo indican los casquillos percutidos asegurados en la escena del crimen y las cámaras de seguridad que registraron el paso de los agresores, generando la apertura de una carpeta de investigación por parte de la Fiscalía, por el delito de homicidio calificado.
La noticia se propagó con velocidad. La muerte de Edgar Molina no era una más: era la de un artista, un diseñador que había convertido su oficio en una forma de identidad para su ciudad. Moroleón, tierra de costureras, modistas y talleres, se sacudió al saberse en las noticias nacionales por un crimen que volvió a colocarla bajo los reflectores del horror.
La gobernadora Libia Dennise García lamentó públicamente el asesinato y prometió justicia. En redes sociales circularon los mensajes de sus clientas, de colegas del gremio textil y de habitantes que, con rabia y tristeza, escribieron lo mismo: “Nos están matando hasta a los que visten el color de la esperanza.”
El caso, sin embargo, no es aislado. Apenas unas semanas antes, la Ciudad de México había presenciado otro asesinato que estremeció a la farándula y al mundo del estilo: el del estilista Miguel de la Mora, conocido como “Micky Hair”, ejecutado en plena avenida Presidente Masaryk, en el corazón de Polanco.
Era el 29 de septiembre de 2025. Micky tenía 28 años y un salón de belleza que se había vuelto punto de encuentro de celebridades, influencers y modelos. Minutos después de cerrar el negocio, un hombre se le acercó y disparó a quemarropa. Murió en el acto. Las cámaras captaron al agresor huyendo en una motocicleta hacia el Estado de México. La Fiscalía capitalina fue clara: no fue un robo. Se trató de una ejecución directa.
El paralelismo con el crimen de Edgar Molina es inevitable: ambos eran jóvenes, exitosos, visibles. Ambos habían trabajado con figuras públicas. Ambos fueron asesinados en espacios abiertos, sin oportunidad de defensa, sin un motivo aparente más allá de un patrón que se repite en México: el ataque preciso, el golpe certero, la huida impune.
Las autoridades de la Ciudad de México continúan investigando el entorno personal y profesional de Micky Hair. Su familia, desde Guadalajara, pidió respeto y justicia. En tanto, la comunidad artística organizó homenajes y una vigilia frente a su salón, iluminando Masaryk con velas y flores blancas.
En Moroleón, el nombre de Edgar Molina se suma a una lista que no deja de crecer. Porque en esa misma ciudad, el 25 de mayo de 2021, fue asesinada la candidata Alma Rosa Barragán Santiago, de Movimiento Ciudadano, mientras encabezaba un mitin en la colonia La Manguita. Transmitía en vivo por Facebook cuando los disparos interrumpieron su voz. Murió ahí, frente a simpatizantes y vecinos. Dos personas más resultaron heridas. Su caso marcó el inicio de una ola de atentados contra figuras políticas durante el proceso electoral de ese año.
El hilo entre los tres casos —el diseñador, el estilista y la candidata— es tan trágico como claro: ataques directos, sin aviso, sin robo, sin detenciones inmediatas. Tres nombres de distinta trayectoria, tres escenarios distintos, una misma constante: el silencio después de los disparos.
Moroleón carga ahora con dos historias que la definen: la de la creación y la del miedo. Las manos que antes bordaban encajes ahora temen sostener una aguja al caer la noche. Los talleres bajan sus cortinas más temprano. Los clientes cancelan citas. Y la calle Veracruz, donde murió Edgar, se convirtió en una especie de altar improvisado con flores y retazos de tela en su memoria.
Mientras tanto, la investigación avanza con lentitud. Peritajes de balística, rastreos de ADN, análisis de cámaras, entrevistas al círculo más cercano del diseñador. La Fiscalía estatal mantiene la hipótesis de un ataque planeado, aunque no ha revelado si hay móvil económico, pasional o profesional. Ninguna pista firme, ningún detenido.
En la Ciudad de México, la Fiscalía capitalina sigue la misma ruta en el caso de Micky Hair: cámaras, testimonios, análisis de ruta. Tampoco hay avances concretos. Y en Guanajuato, el expediente de Alma Barragán sigue abierto, como un recordatorio de que los asesinatos políticos tampoco encuentran justicia.
Los tres nombres —Edgar Molina, Micky Hair y Alma Barragán— dibujan un mismo retrato: el de un país donde la visibilidad se volvió riesgo, donde el talento, la vocación o la representación pública pueden convertirte en blanco.
La violencia, en México, no distingue de estatus ni de oficio. Mata a los que gobiernan, a los que diseñan, a los que embellecen. Mata en las calles de lujo y en los pueblos donde la costura sigue siendo un modo de vida.
El asesinato de Edgar Molina no solo arrebató una vida; cortó una hebra de esperanza en la industria creativa de un estado que respira moda y trabajo. En Polanco, la muerte de Micky Hair dejó claro que ni la élite escapa del crimen. Y el nombre de Alma Barragán sigue siendo un grito inconcluso de una ciudad que aprendió a vivir con la muerte como vecina.
Tres historias, tres heridas abiertas que recuerdan que en México el talento también se mata… y que la justicia, cuando llega, casi siempre lo hace tarde.