
Japón vive un momento histórico: por primera vez una mujer lidera su Gobierno. Pero detrás del protocolo, los discursos y los símbolos, Sanae Takaichi tiene una historia personal que rompe con el molde tradicional de la política japonesa.
Ultraconservadora, disciplinada y admiradora de Margaret Thatcher, sí. Pero también una exbaterista de heavy metal, amante de las motocicletas y fanática del béisbol. Takaichi, de 64 años, no encaja en el estereotipo de las rígidas figuras del Partido Liberal Democrático (PLD), y eso la ha convertido en una figura tan polémica como fascinante.
Antes de ocupar el cargo más alto de Japón, Takaichi tuvo una juventud alejada del poder.
En su época universitaria fue motera y baterista en una banda de rock, donde —según sus compañeros— ya mostraba el mismo temple que hoy exhibe en la política. “Siempre marcaba el ritmo y nunca perdía el compás”, recordó uno de ellos años después.
Estudió Administración de Empresas y, poco después, comenzó su carrera política en los años noventa, abriéndose paso en un mundo dominado por hombres.
Su ascenso no fue casual. Takaichi fue una protegida del ex primer ministro Shinzo Abe, asesinado en 2022, a quien considera su mentor. Desde los tiempos en que él la invitó a su primer gabinete, se volvió una de las principales defensoras de las abenomics: una política económica basada en el gasto público y la flexibilización monetaria para impulsar el crecimiento.
Ahora, como primera ministra y 104ª jefa de Gobierno de Japón, busca continuar ese legado, aunque con su propio sello: firme, conservadora y poco dispuesta a ceder ante la presión internacional.
Durante su campaña interna en el PLD, Takaichi dijo sin rodeos:
“Mi objetivo es ser la Dama de Hierro de Japón.”
Su admiración por Margaret Thatcher se refleja no solo en su ideología, sino también en su estilo: chaquetas estructuradas, perlas al cuello y discursos sin titubeos. Sin embargo, esa imagen también la ha convertido en una figura divisiva.
Fue ministra de Igualdad de Género, pero se opuso a leyes que permitirían a las parejas casadas conservar apellidos distintos, y rechazó abrir la sucesión imperial a mujeres. Para muchos, representa la contradicción de un país que celebra un hito femenino, aunque con una líder que no se asume feminista.
Takaichi llega al poder tras la dimisión de Shigeru Ishiba, quien dejó el cargo tras una serie de derrotas electorales. Su investidura fue posible gracias a una alianza con el Partido de la Innovación (Ishin), también conservador.
Ahora enfrenta enormes desafíos: la crisis económica, el envejecimiento poblacional, la baja natalidad y las tensiones comerciales con Estados Unidos, cuyo presidente, Donald Trump, visitará Tokio la próxima semana.
“El camino por delante será difícil”, admitió en su primer discurso como mandataria.
Aunque su gabinete cuenta con solo tres mujeres —incluida ella—, la llegada de Takaichi al poder marca un punto de inflexión simbólico para Japón, un país donde apenas el 16% de los escaños parlamentarios son ocupados por mujeres y que ocupa el lugar 118 de 148 en igualdad de género, según el Foro Económico Mundial.
Ella insiste en que no busca liderar como “una mujer”, sino como “una japonesa convencida”. Y aunque sus críticos aseguran que rompió el techo de cristal, pero no las estructuras del patriarcado, su figura ya ha cambiado la conversación política del país.
En un Japón que avanza entre la tradición y la modernidad, Sanae Takaichi es un personaje contradictorio y magnético: una líder que combina la dureza del poder con el eco de una batería que aún resuena.
“Marcaré el ritmo de mi propio gobierno”, dijo al asumir.
Y, como en sus días de rockera, promete no perder el compás.