A la orilla de la carretera Durango–Mazatlán, entre pastizales y grava húmeda por la lluvia, apareció el cuerpo de Miguel Ángel Beltrán, periodista de 60 años que durante las últimas semanas había documentado, desde sus redes sociales, la expansión del narcotráfico en el norte del país. Estaba envuelto en una manta blanca. Sobre ella, un mensaje con letras negras advertía lo que todos entendieron como una sentencia: una respuesta del crimen organizado a su trabajo.
El hallazgo se produjo la mañana del sábado. Policías estatales fueron alertados por automovilistas que reportaron un bulto extraño a la altura del kilómetro 164. Cuando llegaron, confirmaron que se trataba de un hombre con visibles huellas de violencia. La identificación se dio un día después, cuando su hijo acudió al Servicio Médico Forense: era Miguel Ángel, periodista, cronista, exvocero del SNTE y colaborador del portal Contexto.
Cinco días antes, Beltrán había publicado su último video en TikTok y Facebook. Frente a una cámara improvisada, con el fondo gris de su sala, habló de las tensiones entre grupos criminales en Durango. Mencionó a los Cabrera Sarabia, a los Chapitos y al Cártel Jalisco Nueva Generación. Dijo que el arresto de un operador clave podría desatar más violencia, y advirtió que el Estado vivía una calma frágil, rota por balaceras que ya no eran hechos aislados, sino señales de una disputa por el control del territorio y de la minería local. Sus palabras, que en ese momento parecían una advertencia periodística, hoy suenan como un presagio.
Beltrán era un periodista conocido en Durango por su tono directo y por la independencia con la que analizaba la realidad local. Durante décadas cubrió deportes y temas sociales en distintos medios antes de abrir su propio canal, donde mezclaba comentarios políticos con reportajes sobre seguridad. Su trabajo no tenía grandes recursos, pero sí credibilidad. Por eso sus publicaciones solían compartirse en comunidades rurales y colonias periféricas, donde la violencia no es noticia sino rutina.
Según sus compañeros, el periodista había recibido amenazas en el pasado, aunque nunca solicitó protección formal. Prefería mantenerse activo, decía, porque el silencio era más peligroso que hablar. Desde hace un año había intensificado sus investigaciones sobre el tráfico de drogas y el control territorial en municipios del sur de Durango.
La Fiscalía estatal confirmó la apertura de una carpeta de investigación por homicidio y detalló que en el lugar del hallazgo se encontraron casquillos percutidos y una manta con un mensaje atribuido a un grupo delictivo. No se reveló el contenido completo del texto, pero fuentes locales señalan que advertía a quienes “intervinieran en los asuntos del narco”.
El crimen provocó indignación en el gremio periodístico. Medios locales exigieron justicia y un alto a la impunidad. Contexto, el portal para el que colaboraba, publicó una nota breve pero contundente: “Miguel Ángel Beltrán fue asesinado por hacer su trabajo”. Sus compañeros del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, donde alguna vez fue vocero, recordaron su compromiso social y su disciplina. “Salimos juntos a trabajar el jueves; fue la última vez que lo vi”, declaró su hijo.
El asesinato de Beltrán se suma a una larga lista que parece no tener fin. México sigue siendo uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo. Según Reporteros Sin Fronteras, al menos siete comunicadores han sido asesinados en lo que va del año. La mayoría cubría corrupción, crimen organizado o medio ambiente, y trabajaban en medios locales sin protocolos de seguridad.
Entre ellos están Calletano de Jesús Guerrero, ultimado en el Estado de México pese a estar inscrito en el mecanismo federal de protección, y Kristian Uriel Martínez Zavala, de 28 años, asesinado en Guanajuato en marzo. El caso de Beltrán confirma que la violencia contra la prensa se ha vuelto estructural: los periodistas locales son el primer blanco cuando el poder y el crimen se entrelazan.
Durango, por su posición geográfica, se ha convertido en una pieza codiciada del mapa criminal. En los últimos años, las disputas entre los Chapitos, el CJNG y remanentes del Cártel de Sinaloa han provocado secuestros, desplazamientos y una escalada silenciosa de homicidios.
Miguel Ángel había documentado esa transformación con el mismo estilo con el que narraba un partido de béisbol: nombres, fechas, lugares, todo con precisión. No necesitaba estar en un gran medio para hacer periodismo, bastaba un celular y la voluntad de contar lo que otros preferían callar. Hoy, sus videos se multiplican en redes como homenaje. Vecinos, colegas y ciudadanos comparten sus últimas palabras: “No descartemos que la violencia se desate aún más en el Estado…”.
Las autoridades prometieron justicia. Pero en México, las promesas suelen diluirse con el tiempo. Mientras tanto, la manta con la que cubrieron su cuerpo es símbolo de algo más grande: de la impunidad que cubre al país entero.
Miguel Ángel Beltrán ya no puede contar lo que pasa en Durango… pero su muerte lo sigue diciendo todo.