En las profundidades heladas del noreste siberiano, un descubrimiento ha desafiado los límites de la biología molecular. Allí, atrapado durante 39 mil años en el permafrost, el mamut Yuka no solo conservó piel, huesos y músculos en un estado casi perfecto: también preservó algo que hasta ahora parecía imposible, fragmentos de ARN, una de las moléculas más frágiles y efímeras de la vida
Un nuevo estudio publicado en la revista Cell y liderado por el paleogenetista Emilio Mármol-Sánchez logró secuenciar por primera vez ARN de un animal tan antiguo. Este avance permite observar la actividad genética real de Yuka en los momentos previos a su muerte, algo impensado hace solo unos años. Mientras el ADN funciona como un manual de instrucciones duradero, el ARN es la molécula que ejecuta órdenes biológicas inmediatas. Su hallazgo permite reconstruir no quién era este mamut, sino qué estaba ocurriendo dentro de él cuando murió.
El análisis reveló que los genes activos indicaban un episodio extremo de esfuerzo físico: contracción muscular intensa, estrés metabólico y señales de fatiga. Esto encaja con estudios previos que detectaron marcas de depredadores en su cuerpo, sugiriendo que Yuka intentó huir desesperadamente antes de quedar atrapado en un lodazal. Incluso se identificó ARN del cromosoma y, confirmando que era un macho.
Este hallazgo marca el nacimiento de la paleotranscriptómica, una nueva rama científica que permitirá estudiar no solo la genética de especies extintas, sino su actividad biológica en tiempo real. Además, abre posibilidades inquietantes: si el ARN puede preservarse por decenas de miles de años, podría recuperarse también de antiguos virus atrapados en el hielo, permitiendo entender su evolución y potencial riesgo.
Yuka, congelado entre la vida y la eternidad, no solo aporta datos: ofrece el primer retrato molecular del instante en que un animal prehistórico muere. Un latido detenido en el tiempo que cambia para siempre lo que creíamos posible.