Las formas de organización humana han sido muy variadas y distintas. En cada una ha habido una constante: el sometimiento de la barbarie. En la antigüedad, los primeros ciudadanos griegos se sometían a los designios de la ley. Por ese entonces, una ciudad sometía a otra (es célebre la crueldad con la que Esparta sometió a Atenas); Alejandro Magno sometió a medio mundo; luego, la Roma de los césares sometió al resto.
Con el tiempo, la humanidad se dio cuenta de los inconvenientes de la barbarie y se fraguaron intentos por acabar con ella. Pero no había dudas al respecto de la utilidad de la ley, cuya fuerza de sometimiento radicaba probadamente en sus elementos punitivos: si no se acata, se castiga.
El Estado se erigió como garante del cumplimiento de la ley y la sociedad le confió el monopolio de la violencia. Sin embargo, el propio Estado necesita ser sometido, de ahí la división de poderes, la creación de partidos y el indispensable involucramiento de los ciudadanos en el cuidado de la cosa pública.
Aunque me temo que nunca erradicaremos al mal, ello no significa rendirse ante él. Al contrario. El pacto social pretende combatir cualquier expresión de la barbarie. El presupuesto de la organización social alrededor de la ley es que el mal prevalecerá entre nosotros y no podemos prescindir de los instrumentos que lo contengan. La ley y su fuerza para hacerla valer son un intento por someter al mal. Tal es la función principal del Estado.
¿Debe el Estado establecer qué come el ciudadano, qué lee, en qué pierde el tiempo? No; su función es hacer todo lo que esté dentro del marco legal para impedir que a un ciudadano lo mate otro ciudadano y, si no pudo, castigar al asesino. Lo mismo en el caso del robo o cualquier otra manifestación de la barbarie. El deber del Estado y para lo que se le cedió la abrogación de la violencia es garantizar la seguridad y castigar a los criminales.
Por supuesto, entre mayor sea la responsabilidad del ciudadano para con sus congéneres, mejor sociedad habrá. Dicha responsabilidad se asume paulatinamente a través de la educación (los griegos soñaron siempre con que el fin de la educación era crear ciudadanos). A mejores ciudadanos, mejores gobernantes; por supuesto. En lo que esto ocurre, dependemos de que el sistema judicial funcione. Podemos seguir esperando que ello ocurra, como hemos venido haciendo. Pero es un hecho que al país no le queda mucho como sociedad organizada en torno a la ley.
En estos días, la barbarie sigue campeando alegremente por todo lo largo y ancho de esta gran nación, que es México. Las balas ya alcanzaron al clero católico, intocable desde la guerra cristera. Dos obispos acaban de revelar que el crimen organizado ya cobra derecho de piso por las fiestas patronales en sus diócesis. El jueves pasado, un anciano prepotente mató de tres tiros a su joven esposa en un restorán en plena Colonia del Valle en la capital del país.
La barbarie insumisa mata, viola, secuestra, tortura, roba y extorsiona a placer. No hay ley ni Estado que la someta. Si la actual burocracia insiste en que la inseguridad ha disminuido es porque su miopía sólo le alcanza para ver cifras, mostrar que otros gobiernos lo hicieron peor, que el PRI robó más.
Por más que lo digan, a los funcionarios de turno no les interesa atender a las causas de la barbarie. Parece que lo único que les importa es lucir su halo de bondad, volar por encima del pantano de sangre que es el país sin machar su inmaculado plumaje. Ir a jugar béisbol mientras la barbarie sigue insumisa.