De todas las contradicciones del presidente Andrés
Manuel López Obrador, hay una que resulta particularmente sorprendente y
dolorosa para quienes conocen su trayectoria política. Estoy hablando de su
desdén e, incluso, de su traición a la democracia. Esa democracia que, de
manera paradójica, él mismo ayudó a construir, y que hoy, desde el poder,
pisotea impunemente.
Nadie puede negar que el hoy presidente de la República se opuso durante años al antidemocrático sistema de partido único que gobernó México. Ese país del dedazo y del destape, que el escritor Mario Vargas Llosa describió como “la dictadura perfecta”. Ese México que el presidente López Obrador pareciera querer revivir desde Palacio Nacional.
López Obrador fue cercano a la “corriente democrática del PRI”. En los noventa, denunció prácticas fraudulentas y abusivas por parte del régimen.
En 2000, se convirtió en jefe de Gobierno del Distrito Federal. Y entre 2004 y 2006, López Obrador denunció de manera reiterada que el entonces presidente Vicente Fox intentaba evitar su llegada a la candidatura presidencial utilizando todo tipo de artimañas: declaraciones, campañas sucias, manipulación de los medios de comunicación e, incluso, el famoso juicio de desafuero.
Se trata, pues, de una larga lucha, que hizo creer a millones de ciudadanos en el carácter democrático de López Obrador.
Sin embargo, las primeras señales claras de lo contrario vinieron con sus sucesivas derrotas en las elecciones presidenciales de 2006 y de 2012, pues en ninguno de los dos casos reconoció los resultados, sino que se dedicó a denunciar presuntos fraudes electorales e, incluso, hizo su famoso plantón de Reforma y se autonombró presidente legítimo de México. Es bastante revelador el hecho de que, en sus todos sus años de carrera política, el presidente López Obrador nunca ha reconocido una derrota electoral.
Pero estos amagues parecen un juego de niños con lo que sucedería desde 2018, cuando, por fin, llegó a Palacio Nacional. Fue ahí donde pudo quitarse la máscara dejando ver su verdadero carácter autoritario. Fue a partir de ese momento cuando se encargó de desmoronar la imagen de demócrata que lo había proyectado a la presidencia de la República.
Desde entonces, el presidente se ha dedicado a descalificar, insultar e incluso atacar directamente a los periodistas, a los órganos autónomos y, en particular, al Instituto Nacional Electoral, que no sólo es el encargado de vigilar las elecciones, sino que fue quien la dio la victoria a él y a su partido en las elecciones de 2015, 2018 y 2021.
El presidente también impulsó una Reforma Electoral regresiva, que busca reducir enormemente el presupuesto y la capacidad operativa del INE, y que pretende acabar con los legisladores de representación proporcional. Es como si se hubiera olvidado de que ese órgano electoral es un aliado y no un enemigo de la democracia. O como si inconscientemente deseara que, otra vez, la Secretaría de Gobernación se convierta en la encargada de contar los votos.
Por si fuera poco, durante los diversos procesos electorales, el presidente ha hecho campaña abiertamente, declarando a favor de sus candidatos y en contra de los opositores, y utilizando sus políticas y, en especial, los programas sociales para incidir de manera ilegal en la opinión de los ciudadanos. El INE la tenido que pedirle varias veces que se abstenga de intervenir en el proceso electoral.
Es como si, una vez en el poder, el presidente se hubiera dedicado a destruir con todas sus fuerzas las escaleras que le permitieron a él mismo subir a la presidencia, y a llevar a cabo todas las prácticas que denunció desde la oposición.
Pocas muestras tan lamentables de esta contradicción del presidente López Obrador como la que vimos en la mañanera de ayer, a una semana de las elecciones. Primero, habló de los dos proyectos que están en disputa el próximo 2 de junio.
Después, se dedicó, ilegalmente, a promocionar los que él considera que son los principales logros de su Gobierno, a promover de manera velada los programas sociales, a insultar a los partidos y los líderes que integran la oposición y, con toda la experiencia política que lo caracteriza, a hacer un llamado para que la gente vote por el movimiento político que, todavía hoy, él dirige. Incluso, llegó a insinuar que el camino de Morena es el único camino democrático.
En una sola conferencia, el presidente hizo todo lo que no debía hacerse y lo que, durante años, muchos creyeron que no haría nunca: utilizar el poder presidencial para incidir y manipular las elecciones. Lo hace sin temor y sin vergüenza, porque sabe que no le pasará nada. El piso electoral no está ni puede estar parejo cuando, a siete días de que se abran las casillas, desde Palacio Nacional se le indica a la gente por quién tiene que votar.
Durante años, muchos ciudadanos nos preguntamos si el presidente López Obrador era un demócrata de verdad o de mentira. Con comportamientos como el de ayer, pareciera que, a lo largo de su trayectoria política, el presidente sólo utilizó tramposamente el discurso de la democracia para llegar al poder. Este comportamiento es propio de un ambicioso y no del estadista que dice ser.
Sin embargo, yo tengo esperanza. Puede que el presidente no esté actuando como el demócrata que prometió. Pero estoy segura de que, el próximo 2 de junio, las ciudadanas y los ciudadanos vamos a demostrarle a él, y a todos los políticos que creen que pueden manipularnos, que nosotros sí somos demócratas. Como diría ya saben quién: el pueblo de México es mucha pieza. Los presidentes se van. Pero la democracia, ésa se queda.
Yo soy Adela Micha.